Siria: 4. PALMYRA

sábado, 28 de marzo de 2009

4. PALMYRA

El tiempo es demasiado malo para coger las bicis. Somos unos mártires pero tampoco se trata que nos beatifiquen. Así que apartamos las potras en Hama y nos acercamos en autobús al desierto a contemplar las ruinas de la ciudad de Palmyra.

Al cuarto de hora de llegar, siguiendo la tradición ya nos hemos perdido cada uno por su lado, uno solo y el otro con 2 alemanes.

Su nombre es exótico y atractivo. Sin embargo poco queda ya de la ciudad que fue en su día. Hoy, las columnas que quedan en pie son testigos de los homo-plastas que venden souvenirs.

En lo alto de la colina el castillo vigila que los pocos restos que quedan permanezcan para la eternidad. Desde arriba, el oasis milenario destaca sobre la inmensidad del desierto.

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hospitalidad de la buena

Llegamos a una aldea y decidimos aprovisionarnos. Aparcamos las potras, e Iñigo se dirige a la tienda a por comida mientras Aitor entretiene a los aborígenes que se acercan a curiosear las bicicletas.

Cuando el Abuelo se dispone a pagar por la fruta y las galletas, el tendero se niega en redondo a aceptar el dinero. Dice que es un regalo de bienvenida.

Mientras tanto, en la plaza, al Bentiskas le llueven invitaciones para ir a comer y le regalan dulces. El matarife del pueblo abandona su trabajo (por suerte para los corderos) y se acerca con la tetera y dos sillas.

La gente es extremadamente amable, generosa y respetuosa.

De qué país estamos hablando? SIRIA

LE SALVARON LOS BIGOTES

Un claro ejemplo de adaptación al medio es el elegante mostacho del Abuelo.
Lo utilizó en Jordania para hacerse respetar por los siervos hachemitas, pero sinceramente, no tuvo mucho éxito. Ha sido en Siria donde llevar bigotazo es toda una bendición.
En las cafeterías siempre le ponen las mejores brasas en la sheesha, en un atasco de tráfico, le basta girarse para acojonar a los taxistas. Y por qué no decirlo, las mujeres sirias le encuentran irresistible.
No entiende cómo ha vivido hasta ahora sin él

LA TRISTE HISTORIA DE LOS COCODRILOS QUE NO PODIAN IR A LA CIENAGA

La hospitalidad siria tiene su lado negativo. Todo sería más fácil si en vez de dos maromos fuéramos una pareja convencional. Las mujeres ni se nos acercan y nosotros no estamos autorizados a contactar con ellas. Por nada del mundo, o al menos en las familias más conservadoras.

Bien es sabido que la bicicleta mueve las tripas. Pues bien, esta historia empieza así:

Érase una vez dos pobres ciclistas que fueron acogidos maravillosamente en una casa siria. Dichos ciclistas tenían sendos cocodrilos dentro de ellos que pedían a gritos salir a la ciénaga, en busca de su libertad. Pues bien, cuando nuestros ciclistas querían ir a la ciénaga, sus anfitriones tenían que chequear el camino para que ninguna mujer viera a estos pobres ciclistas y se quedaban vigilando la ciénaga a escasos metros para asegurarse que a los pobres ciclistas no les viera ninguna mujer. Los pobres ciclistas, ante semejante presión no podían darles la libertad a los cocodrilos: “cocodrilos, no temáis, esta noche cuando no haya nadie en la ciénaga hallaréis la libertad”. Pero los pobres ciclistas estaban tan cansados que no se despertaron a tiempo. Por la madrugada, la ciénaga seguía vigilada y los ciclistas les dijeron a los cocodrilos: “cocodrilos, no temáis, en cuanto salgamos a la carretera en la primera tapia hallaréis la libertad”. Pero resulta que a la salida les estaban esperando el mismo coche de la policía secreta que el día anterior les pidieron los pasaportes. Dichos policías escoltaron largo tiempo a los pobres ciclistas que no podían creer lo que estaba sucediendo y los cocodrilos se iban reproduciendo por mitosis.

La triste historia terminó con una liberación en masa en la ciénaga de Damasco, donde formaron familia y fueron muy pero que muy felices.